27 septiembre 2012

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Talita Kumi…

1.        
¿Qué hay en la cabeza de nuestros jóvenes? ¿Cómo miran al mundo y la realidad? ¿Si la postmodernidad es una exaltación de las sensaciones, frente a qué se sensibilizan nuestros muchachos? ¿Cómo enfrentan el dolor y el sufrimiento?... Estas y otras cuestiones repasan mi mente mientras termino una clase de algo a lo quizás se le puede llamar cristología.
          Me encuentro impartiendo este curso a jóvenes quinceañeros que cursan su 9º grado. El curso consta de tres partes: Una contextualización histórica de la persona de Jesús; luego seguimos con el reino de Dios, entendiéndolo como una respuesta de Jesús frente a su contexto; y terminamos analizando la muerte en cruz como causa “lógica” de su praxis, y la resurrección como una afirmación de Dios.
          En esta última parte nos hallábamos cuando decidí ilustrar el proceso descrito arriba  con la muerte martirial de Mons. Romero. Comparar y descubrir en la vida del obispo salvadoreño un símil de la vida de Jesús, así como entenderlo como un referente de verdadera vida y testimonio cristiano, tan escandaloso como el maestro de Nazaret.
         Proyecté a mis alumnos -5 diferentes grupos de 39 muchachos- un video que mostraba la dura realidad de represión que atravesó El Salvador, especialmente el pueblo campesino, durante la década de 1,980. Aparecen de pronto imágenes impactantes cuando agentes de la Policía Nacional abren fuego contra jóvenes del Bloque Popular que se manifestaban frente a la plaza de la  Catedral Metropolitana el 8 de mayo de 1,979. Las imágenes dejan ver cómo algunos de esos jóvenes morían en su intento por huir de las balas de sus agresores. Otros, eran aplastados por sus propios compañeros que se encontraban en el mismo intento. Se veían caer los cuerpos.
         Mientras tanto yo, observaba a mis alumnos. Unos callados, contemplando, silentes… Pero mi máxima atención recayó sobre otros, que frente a semejante escena no callaron la risa, la ironía, el juego y el chiste. Parecían que estaban viendo una película, de esas que tan de moda nos ha puesto Hollywood, en las cuales la muerte de otro ser humano es algo tan natural y común. Mientras el “héroe” esté vivo no importa cuántas vidas estén siendo sacrificadas.
La clase terminó. Pero mi asombro continúa todavía en este momento.       
2.      
                No son pocos los teóricos en educación que han afirmado que el acto educativo debe estar centrado en la persona del estudiante, él debe ser el centro de gravedad y protagonista de su propio proceso de aprendizaje. De la centralidad en los contenidos - propio de la educación tradicional -  se pasó a la centralidad de la persona – según afirma el constructivismo. Este es el giro copernicano de la educación. Y es muy difícil no pensar en Descartes en este punto (del dogma al sujeto). Junto con los soñadores de la Modernidad, esta centralidad del ser humano debería ser una centralidad personalizante, es decir, que todo aquello que le proporcionemos al alumno debe tener la capacidad de hacerlo cada vez  mejor persona.  ¿Realmente en la escuela se ha dado tal giro que centra a la persona para personalizarlo? ¿No será mejor decir que el giro copernicano se ha dado en el ambiente Postmoderno en el que nuestros jóvenes viven, y  en lugar de personalizarlos los individualiza?
                Nuestros jóvenes son sensibles, eso no hay que dudarlo. Son capaces de conmoverse y sentir pena. Pero nos encontramos con jóvenes envueltos en una cultura “narcisistas” a los que parece solo importarles su propio dolor y sufrimiento, ese que les es “existencial”. El dolor y sufrimiento de los otros lastimosamente se ha convertido en un mero espectáculo propio de nuestro tiempo. La pobreza, la exclusión, la marginación, “la cruz” en palabras de Sobrino “ya no resulta escandalosa”. Nos hemos acostumbrado a ella, se nos ha hecho común y natural. “Es natural que haya gente que sufre. Es una verdadera lástima que existan los pobres. Pero no se puede hacer nada frente a eso.” Sería la conclusión de muchos de nuestros chicos.
3.        
                En los años 60-70´s los grandes ideales de libertad, de revolución; las grandes utopías y sueños reposaban en la mente y corazón de los jóvenes. Eran ellos lo que salían a las calles a reclamar por un mundo mejor; pero también eran ellos los que lamentablemente ponían las víctimas.
En los años 80-90´s mientras las dictaduras militares daban el paso a la instalación de la economía de mercado liberal y su característico estilo de vida, los  jóvenes fueron nuevamente víctimas de un ataque, ya no armado, sino ideológico. Instaurando en su modo de ser y proceder los valores del mercado: de la compra y laventa, del tener y aparentar, del gastar y consumir,  de lo desechable y analgésico, de lo inmediato y pasajero, del sentido de la historia como lineal, de la  exaltación del cuerpo y  el rezago de lo espiritual  visto como accesorio, y de la visión de un Dios “personalizable” con el que se realizan trueques interesados… Los grandes ideales habían muerto, los sueños ya no lo eran, las utopías ya no existían. Se viene a la mente aquel pasaje del evangelio cuando la viuda procesionalmente iba a enterrar a su hijo, a su anhelo, a su esperanza… A diferencia del texto bíblico nuestros jóvenes no tuvieron quién les despertara. Ni el Estado, con sus políticas; ni la Iglesia, con los grupos juveniles; ni las ONG´s y sus programas lograron el milagro. ¿Quién les dirá talita kumi? 
Llegamos al siglo XXI, valores efímeros, desesperanza, lasitud se convirtieron en los nuevos contenidos; los medios de comunicación masiva, los artistas baratos, los juguetes tecnológicos, son los nuevos maestros…  Joaquín Sabina describe muy bien este momento histórico cuando escribe:
“Como quien viaja a lomos de una yegua sombría, por la ciudad camino, no preguntéis adónde.
Busco acaso un encuentro que me ilumine el día, y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden… Como quien viaja a bordo de un barco enloquecido, que viene de la noche y va a ninguna parte, así mis pies descienden la cuesta del olvido, fatigados de tanto andar sin encontrarte… Vivo en el número siete, calle Melancolía. Quiero mudarme hace años al barrio de la alegría. Pero siempre que lo intento ha salido ya el tranvía y en la escalera me siento a silbar mi melodía.”
       
                Definitivamente esa ansía y avidez descontrolada del ser humano, solo deja en evidencia el gran vacío que habita en su interior.  
Lo expuesto anteriormente, obviamente, no abarca a todos los jóvenes en particular, sino al sistema y cultura juvenil que está predominando en nuestro continente y del que todos somos de una u otra forma responsables. Quiere ser un llamado de atención para todos aquellos que nos dedicamos a la educación y trabajo con ellos, padres de familia, docentes, facilitadores, pastores... ¿Cómo les estamos educando? ¿Qué tipo de ser humano estamos educando?
La escuela -  y muchos centros de educación -  se ha perdido en la burocracia, en la papelería, en lo formal y accesorio. Mientras la calidad, la calidez, el encuentro, el diálogo, lo relacional, están fuera de las aulas y pasillos.   
 
Creemos, aun así, que todavía existen muchachos y muchachas que alzan sus voces y no se dejan intimidar por el sistema o ideología. Jóvenes que, como los prisioneros en el mito de la caverna de Platón, rompen las cadenas que les atan para dar la vuelta y dejar de ver las sombras y enfrentarse con la realidad.
             Creemos que todavía se pueden generar verdaderos itinerarios educativos que acompañen los procesos grupales y personales de nuestros jóvenes. Creemos, desde la Iglesia,  en una pastoral juvenil comprometida con la historia que sea presencia de Dios en el mundo, esperanza para los hombres.
Creemos en los  Jóvenes que luchan por la justicia, que viene de la fe, y que creen que el sueño de otro mundo es posible.  
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